Al baile, como a todo, hay que quitarle lo superfluo.
Bailarín o bailaor. Para muchos aficionados Antonio Gades era un bailarín que bailaba flamenco, y para los clásicos era un bailaor que bailaba también clásico. Lo cierto es que fue uno de los artistas más completos en su género. Y siempre siguiendo el principio de que no se deben echar más horas de ensayo por ser mejor que otro, sino para ser mejor que uno mismo.
La característica más destacable de su papel como bailarín -y que además convirtió en uno de sus principios estéticos-, se define en estas palabras: según vas madurando, eliminas los elementos sobrantes, con un gesto puedes ser más expresivo y decir muchísimo más que con veinte piruetas. El flamenco que bailo es algo doloroso y dramático, introvertido, seco como la tierra yerma.
De todo lo aprendido, siempre agradeció especialmente al pueblo llano el haberle proporcionado el caudal inagotable de su sabiduría para enriquecer su trabajo. Mi estilo lo encontré en el pueblo español, y a él le debo todo. Para Gades el ballet clásico era una escuela, y el baile español una cultura. Y por eso pensaba que no se debían enseñar simplemente los pasos, las técnicas, sino que había que humanizar la danza, y que cada danza exige un estudio exhaustivo de sus orígenes, todas tienen un sentimiento propio, que no se consigue solamente con ponerse el traje típico. Nunca he pretendido ser un folclorista, pero sí transmitir lo que he aprendido y procurar acercarme a la base, que es la única forma de avanzar.
Antonio era una esponja, aprendía allí dónde hubiese algo que aprender. Vicente Escudero, leyenda del baile español y flamenco, decía de mí que era un ladrón de oído, porque yo estaba siempre atento, escuchando y, bien o mal, intentaba seguir sus consejos. Le interesa todo lo que le pudiese aportar algo. Me gusta captar todo, ver y sentir.
Yo bailaba todo, pero hasta que no me controlé, hasta que no supe sacar de esos silencios, de esa austeridad, de ese equilibrio, de esa sequedad, de esa elasticidad, de esa estética sin caer en el esteticismo, hasta que no supe hacer eso no me di cuenta que ya había comprendido todo lo demás. La depuración de su estilo la obtuvo a través de la disciplina que ya entonces tenía el mismo valor que el de la libre personalidad creadora.
Su formación clásica le ayudó a construir un lenguaje, aunque se dio perfecta cuenta de que los brazos clásicos son más estáticos, desencarnados y fríos que el braceo español, ya que obedecen a un código. El bailaor flamenco sin embargo juega con sus hombros y produce líneas quebradas. Aunque si el flamenco debe ser ejecutado con una cierta espontaneidad, esto no implica en absoluto, el relajo, ni siquiera la improvisación. Para Gades lo grande del flamenco era su contención. No explotas pero allí hay una energía descomunal, sensualidad y erotismo que vibran todo el tiempo.
He seguido las lecciones de Peretti y de Tikhonova (maestros de clásico) pero no creo que la danza clásica haya influenciado mi flamenco. Los brazos son aquí una proyección de la energía. La hacen estallar. Según Gades no se trata de buscar una posición estática sino de encontrar un equilibrio dentro de una gran libertad gestual.
En cuanto a los excesos propios del baile en España solía afirmar que esos que zapatean mucho, que hacen mucho con los brazos, no tienen mucho que decir. Siempre decía que una cosa es zapatear y la otra pisotear la tierra. De sus palabras se desprende que ya entonces se percutía demasiado: el zapateado no es percusión es la prolongación de un sentimiento, a la tierra no se la puede pisotear, si pisoteamos la tierra, no da nada, ni sonidos ni trigo.